Cuando llegó el aviso tuvimos que enterrarnos.
Antes todo era libertad y expresión. Éramos libertad aire, libres en el rostro.
El visitante se había anunciado en tierras lejanas vestido con el uniforme de amarillo deceso.
Sobre su piel se elevaban múltiples y achatados cuernos: espículas para infectar celdas.
Era un diablo que ningún carnaval anunció
Sin dubitar, sembró semillas por legiones y regó cadáveres.
Entonces se clamó a los cielos. Se reclamó a los infiernos.
Sólo los de blancas armaduras escucharon, callaron y actuaron.
Se abonó el terreno de la batalla al silenciar calles.
Uniformamos espacios abiertos para la debacle.
Cavamos trincheras domésticas atiborradas de miedo y tensión.
Surgieron cementerios de flujos abandonados donde alguna vez cabalgaron velocidad y desmán.
Sólo las sombras aventuradas se deslizaban en silencio por las soledades.
Por fin tocó tierra el visitante y besó a más de un incauto.
Llegó el arcángel de la trompeta llamando el inicio de las hostilidades
Santiguamos a los de bata y media máscara pero los abandonamos en armamento.
Abrimos lugar para las pesadillas en la repetición de los días.
Clausuramos puertas, tapiamos ventanas con cristales de cuentos brillantes.
Nos ocultamos del otro.
Rechazamos la eucaristía del abrazo.
Quemamos al beso de saludo cual Judas.
Nos sepultamos en departamentos y casas.
Nos convertimos en los muertos rulfianos.
Abandonamos la palabra directa por la simulación escrita en pantallas eco.
Soñamos desde la inmovilidad para contarnos historias de cuando las alas regresen.
Desde entonces los sellos se han abierto.
Galopan los espectros de la desesperanza que arrebatan a quienes ni hace un año atrás celebraban.
Alzamos ruegos desde los sarcófagos de cemento.
Suplicamos perdón inmersos en las oquedades que escupen repetidos gusanos de frustración.
No hay dioses arriba ni abajo que escuchen.
Sólo existe un universo impávido, alejado y frío, ignorante de un minúsculo apocalipsis local.
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