Sube al avión de noche y un número de horas incalculables después, o antes, llega de noche
a su destino. Como si todo el viaje un gato negro caminara a su lado sobre la barda eclipsando así la luz del día. Intenta descifrar qué es lo que ve desde la ventana del avión. La noche y el mar de noche. Es decir, nada, en especial si el avión se cae y sabe nadar. A estas alturas quién es quién: ¿se ha convertido en el abismo que devuelve la mirada o es él quien mira al abismo? Un foco palpita y en su palpitar delinea el contorno de un ala y de una cara que aparecen en la ventana cuando se prende la luz. ¿Cuál de ellos soy yo? ¿Quién es el que lanza esa mirada estrábica sobre el otro? Esa constante del foco que prende y apaga le hace abrigar la esperanza de que no está atrapado, ahí dentro, para siempre. Pero a diez mil metros sobre la gran boca del abismo de qué sirve la esperanza. El avión por fin se cae y sucede que topa con su destino. O es el destino, con su nombre mal escrito en una hoja de papel, quien pasa a recogerlo a lo que ya no sabe si es un aeropuerto, una estación de trenes o de autobús.
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