La muerte, siendo un hecho universal, es a la vez tan personal, que de ella
puede decirse que es el momento en que espiritualmente se condensa la vida
humana.
Ganivet
Repentinamente asomé a los baturros céspedes del misterioso Valle de las Brujas, provenientes del más allá, aparecieron frente a mí las gimientes huestes de mi parentela espuria y fantasmal invadiendo los alrededores.
Leviafar, El Primer Padre; la extraña madre de Leonardo, Jaranda; la madrastra Dilva, la bella Milagros y las gemelas Eli y Beli, Nisca (Belelis) y sus hijos deformes; además de los servidores de Leviafar, indios, negros esclavos y mulatos de caras execrables.
Los difuntos del valle ístmico interpretaban una fúnebre música que heló mi sangre en las venas. Y aunque no los conocía, excepto por las historias que de ellos contaban mis abuelos y mis padres, supe que eran ellos mis ancestrales familiares dueños del valle en medio de cordilleras infranqueables, ahora se levantaban de sus tumbas tenebrosas a reclamar los territorios maldecidos por los viajeros continentales.
Creí que deliraba por los efectos de La Peste del Tiempo avecinada súbitamente sobre la faz de la tierra. Pero los muertos venidos de ultratumba, nunca habían sido tan vistosos y reales; unos danzaban entre enredaderas pantanosas y otros más allá cantaban loas lastimeras e interpretaban enigmáticos instrumentos musicales que nunca en mi vida había visto, formando así un tumultuoso cotillón de ondinas y barbianes difuntos.
Cuando me descubrieron en ese estado pasmoso se me acercaron lentamente tratando de retenerme entre ellos, intentaban tocarme con sus dedos de viento, yo estaba visiblemente asustado y desesperado corrí fuera de su alcance, buscando refugio.
Las azogadas y difuntas ancianas, envueltas en sus blancas bataholas, en sus telas de seda y ceniza, y los moribundos zaratanes en danza simoniaca, desesperados por encontrar sus pateras cinerarias, querían darme alcance, y de ser posible llevarme con ellos a sus tétricos carcamales y barruntados nichos, acaso sin darme oportunidad de pedir misericordia y clemencia.
Guardaba la frágil esperanza de llegar a la fronteriza Ciudad Central. Pero esta esperanza era difuminada por el aspecto de la fantasmagórica realidad, truncando el curso normal de mis días, la habitualidad de mis pensamientos.
Temía que La Peste del Tiempo también hubiera alcanzado a los habitantes de Ciudad Central. Pues para mí, la fantástica Ciudad Central, era un fortín inabarcable de murallas alineadas entre cuchillas de cordilleras, una gigantesca fortaleza de torreones y edificios cuadriculados donde podía aguantar los embates del desaforado destino.
Y para dilucidar mi penosa y delirante situación, concluía para mis adentros, con alivio protector: “Nada malo puede ocurrirle a un hombre desprotegido en una ciudad así”.
Al arribar a la maravillosa Ciudad Central, huyendo de mi parentela fantasmal, para mí sería fácil acostumbrarme a la vida citadina de sus alegres habitantes.
Como soy un hombre joven, guapo y de gran resistencia física, logré rápidamente restablecerme de mi inmisericorde travesía por el valle maldecido, nido de mi atea y terrorífica familia.
En Ciudad Central pude por fin instalarme en un misérrimo y económico hotel al lado de una concurrida avenida, donde anidaban en sus alrededores seres marginales.
Allí conseguí trabajo de aseador. Fregaba los pisos y limpiaba las escaleras y las vidrieras del ennegrecido hotel. Trabajaba muchas horas, más de las debidas, y muy duro, porque era un trabajo agotador; y así pude recoger dinero para suplir todos mis gastos, pues no quería sentir más necesidades.
Con lo que recaudaba pagaba la renta del mísero cuartucho en el hostal, la mala alimentación, y hasta lograba ahorrar para comprar una que otra baratija.
Todos los domingos descansaba y solía salir a pasear por la ciudad donde sólo era
un desconocido.
Empecé a escribir un diario personal, donde recreaba mis experiencias en la ciudad y de vez en vez escribía anécdotas sobre mis insomnes parientes del valle apocalíptico; sobre todo, para conservar en mi memoria, algo de ellos, de sus escabrosas existencias. Mi diario personal era como un tratado, donde también explicaba y daba pautas sobre: “Cómo curarse del Fin de los Días y no desintegrarse en el intento”.
Aun así, en las noches más frías y solitarias de Ciudad Central, me invadían los recuerdos de las huestes de mis ancestros fantasmales, parecía ver sus rostros deshechos atisbando por entre los empañados cristales de las ventanas del hotel. Entonces no evitaba llorar desaforadamente.
Una noche de relámpagos estrepitosos sobre los rascacielos de Ciudad Central, tuve una escalofriante pesadilla: estaban mis difuntos ancestros caminando por las apagadas calles de la ciudad. Las apariciones venían del oscuro valle y habían encontrado el camino hacia la ciudad. Soñaba que me encontraba con esos espectros en medio de una plaza pública, y ellos me sonreían desencajados.
Pero luego descubría aterrado que ya no era el mismo hombre de antes, sino un fantasma del pasado desfigurado.
La procesión mortuoria se presentaba ante mí, sin manos y sin pies, con las cabezas enraizadas. Y me sonreían sin afectación por lo que me sucedía, no parecían amoscados.
Me sobresalté y desperté de esa infortunada pesadilla, hasta llegar a elucubrar formidables lágrimas.
Como un destello cruzando por mi cerebro, concluía que definitivamente yo también estaba muerto, un muerto habitando en esta ciudad fronteriza, donde nadie quería hablarme. No sentía latir mi corazón dentro de mi pecho y la lucecita de mi alma la sentía tenue, apagándose y convirtiéndose en una nébula donde todo era undívago e impreciso.
En un comienzo creí que era un desvarío provocado por la ausencia de mis seres queridos. Y esto de igual forma me sobrecogió terriblemente.
Esa noche relampagueante sentí que de veras mi mundo se había derrumbado ante mis narices. Y rogué a Dios que me permitiera vivir en esta ciudad extranjera. Y que me fuera permitida la senilidad de mi tiempo terreno, pidiendo convertirme en una persona respetable, adorable y adorado por todos, para mí esto representaba el ideario de mi existencia, pero no dejaba de atormentarme los recuerdos. A cada instante volvían a aparecer los rostros de esos espantos ancestrales entre las ventanas del hotel. Lo único que quería era borrar esas alucinaciones de mi mente.
La espera de resurgir de mis extintas cenizas era tan poderosa que eximió todas mis últimas fuerzas hasta el desperdicio de las horas, quizás porque ya estaba cansado de ese ajetreo cotidiano que me desgastaba, entonces me enfermé hasta languidecer y quedar exiguo como una estatua demolida, en un doliente estertor abandoné el mundo que siempre me condenaba a la huida.
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